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Algunos refieren que todo comenzó hace 30 años. Nadie lo tiene muy claro, pero lo que sí se recuerda con nitidez –y que se conserva como sentimiento compartido– es que había centenares de vendedores de las mercancías más variadas que no estaban unidos y tenían un mismo problema: la vulnerabilidad de vivir del contrabando, la incertidumbre de la ilegalidad.

El bagashopping de Salto es una feria, un paseo de compras que forma un cuadrilátero incompleto de tres aristas, ubicado en un espacio que pertenece al Ferro Carril Fútbol Club, a la entrada de la ciudad, entre las avenidas Wilson Ferreira Aldunate y Gobernador de Viana. Es un conjunto de construcciones de chapa.

Está en ese lugar desde hace poco más de 20 años, precisan los feriantes, pero la atención pública se dirige a ese núcleo de puestos de ventas irregulares cuando ocurren eventos importantes, puntuales, que suceden y luego se olvidan. El último ocurrió el primer día de este año, cuando un incendio tomó por sorpresa el predio vacío debido al feriado y afectó la mitad de los puestos. Muchos delincuentes, además, aprovecharon la oportunidad para robar mercadería (ver apunte).

Los bomberos finalmente contuvieron el incendio y la Intendencia de Salto dio apoyo logístico para ordenar el caos, lo que obligó a sus jerarcas a enfrentar la encrucijada de referirse a una intervención pública realizada en un espacio que funciona fuera de la ley.

El secretario general de la Intendencia, Fabián Boccia, afirmó que lo que sucede en el bagashopping «es una realidad social que la intendencia no puede desconocer», pero que la comuna no reprimirá un comercio que consiste en la venta de artículos que elude todos los controles del Estado, porque no tiene «injerencia».

Semanas más tarde, una delegación de la Dirección General Impositiva (DGI) visitó el lugar y, según dijo el director general del organismo, Joaquín Serra, se encontraron «irregularidades», pero esa información aún está en proceso, informaron fuentes de la DGI a El Observador.

El ruido se transformó en silencio, de la misma forma que había ocurrido 15 eneros atrás, salvo que el cimbronazo que hubo entonces –la última gran referencia de los medios al bagashopping– ocupó una atención incomparable a la que de este año.


Simbología

Lissidini. El director administrativo de la aduana de Salto, Miguel Olivera, formula ese apellido con orgullo y una sonrisa. Víctor Lissidini fue director nacional de Aduanas por 14 meses, durante la peor crisis económica del país, desde febrero de 2002 hasta mediados de mayo de 2003. Su propósito era definido y no tenía pruritos: acabar con el bagashopping, aun a pesar de que significara más que nunca una salida económica para muchos vendedores: el índice de desempleo por esos meses alcanzó el 20%.

Pero no interesaba, porque para Lissidini ese paseo de compras significaba «el ícono de la delincuencia y la corrupción, porque eso es el contrabando». Eso dice hoy, a 15 años de distancia, luego de un procesamiento por abuso de funciones como costo de la dureza de su gestión, que la Suprema Corte de Justicia desestimó seis años después. Y dice más: «Si a mí me ponen en un cargo para hacer cumplir las leyes, entonces tengo obligaciones que cumplir».

Lo que hizo Lissidini el 3 de enero de 2003 fue llevar adelante un operativo que implicaba un masivo allanamiento en todo el bagashopping, pero la presión y la resistencia de los bagayeros –así se hacen llamar los propios vendedores– fue de tal magnitud, que los policías desistieron de su tarea. La amenaza era el incendio. Entre los vendedores, se habían repartido bidones con combustible para prender fuego la mercadería si el operativo avanzaba.

«Yo también lo quería prender fuego y la policía me detuvo. Después iría preso por incendio premeditado, pero no importaba nada: quería destruir ese símbolo de la ilegalidad», cuenta, alzando la voz. Lissidini contó que fue amenazado 62 veces y debió enviar a sus hijos al exterior.

«Es absurdo, en un país civilizado no puede haber un lugar que además se denomina bagashopping…». Bagashopping viene de bagayo, que la Real Academia Española define como «conjunto de objetos robados» o «contrabando de pequeña escala».

Los puestos se suceden uno tras otro sin un orden aparente: de anaqueles con aceites, mayonesa, productos de higiene y frascos de shampoo, el visitante recibe de pronto estantes colmados de perfumes, desodorantes, botellas de whisky, ron y varias bebidas alcohólicas, pañales, papel higiénico, lentes de sol, juguetes, vaqueros, calzoncillos. A veces es todo eso en un mismo espacio, a veces los quioscos se intercalan, pero no hay un patrón reconocible, salvo los televisores con cable encendidos, la luz blanca de neón, la misma lluvia que suena en los techos de chapa de todos los puestos, y la atenta disposición de los bagayeros –o sus empleados– que enseguida pronuncian: «¿En qué puedo ayudarlo, chico?».

Según han calculado algunos comerciantes de Salto –que no quieren declarar con su nombre para evitar polemizar contra un asunto distinto al de la inseguridad que atraviesa hoy la ciudad–, el mercado de contrabando ha crecido exponencialmente en los últimos años, y hoy constituye cerca de un 30% del comercio total del departamento.

La frustración se debe a la competencia desleal que se genera con algunos comercios del centro, ya que aquí se venden los productos a precios irrisorios. Una botella de Jhonny Walker etiqueta negra, por ejemplo, cuesta $ 750, casi tres veces menos que el valor del mercado. La de etiqueta roja puede comprarse por la mitad de su valor –a $ 420–, un café de 170 gramos puede adquirirse por poco más de $100 –la mitad de su precio en plaza–, seis pares de media se pagan $ 100, y así (ver recuadro).

También reina la informalidad y la evasión impositiva, lo que permite sacar ventaja a quienes venden en la legalidad, pero para Esther –niega con miedo dar su nombre real–, de 60 años, piel oscura y cabello negro, bagayera «de toda una vida», es injusto que cuando la gente se refiere a este negocio pase por arriba otras dificultades con que deben luchar a diario.


«El bagashopping es una realidad social que no podemos desconocer», Fabían Boccia

«A veces, con lo que ganamos en la semana no nos da para pagar los gastos», dice. Y gastos tienen: deben pagar $ 700 de alquiler del predio a Ferro Carril Fútbol Club todos los sábados; lo mismo el servicio de los baños –$ 50–, el sereno que cuida por las noches –$ 50–, el cable que comparten entre varios –$ 1.000 por mes–, y la luz de UTE, aunque esa cuota la reparten entre cuatro, ya que no hay un generador para cada uno. En total, por mes, pagan aproximadamente $ 6 mil. También lamenta los robos, que han crecido de un tiempo a esta parte.

Regularizarse no es una opción redituable, sigue contando Esther. «Nosotros en una semana capaz que vendemos $ 200, ¿cómo podríamos pagar impuestos?», se pregunta. Detrás de ella, tres paredes están repletas de juguetes, que últimamente trae más de Montevideo que desde Argentina, ya que de ese modo arriesga menos y tiene parte de su mercadería legal. «Comprar en Concordia es más barato, pero ¿cómo hacemos para pagar? Hay que pagar en la Aduana también: si tenés suerte y te toca un aduanero macanudo, te cobra. Y por dos bolsas de mercadería capaz que te pide $ 2.000».

Un empleado, de unos 20 años, alto, fornido y de ojos celestes que vende en el puesto de al lado, escucha la conversación y dice que «no es todo de arriba» como funciona este negocio: «Todos dicen que no pagamos impuestos, pero no es verdad: los aduaneros preguntan todo el tiempo: «¿A ver cuánto traés de mercadería? Bueno, dame $ 5.000 para pasar'». Cuando se le pregunta su nombre, levanta las manos, da dos pasos hacia atrás y niega con la cabeza. Esther retoma la palabra: «Los impuestos –así llama a la coima– dependen de lo que traigan. Pero los aduaneros a veces abusan de la gente».


Servidores «integros»

La sede de la aduana de Salto es una vieja casona colonial frente al Río Uruguay, sobre el final de la calle Malaquina Ugolini, a pocos metros de la Plaza de los Recuerdos. Tiene un patio empedrado en donde hay seis autos y una moto incautadas. Adentro, en una sala de espera, descansa una balanza con ocho macetas con plantas arriba. Y en una de las paredes hay dos placas clavadas, que condensan la ética de la profesión. Una de ellas reza: «Nuestra misión es velar por la seguridad de la sociedad uruguaya y apoyar el desarrollo económico de nuestro país, a través del control de las mercaderías que cruzan nuestras fronteras. Para eso haremos una fiscalización eficiente evitando amenazas a la población».

Su director, Miguel Olivera, no demora en atender a una visita no programada pero explica que no puede hacer declaraciones. Un protocolo reciente de la Dirección Nacional de Aduanas prohíbe que sus funcionarios hagan declaraciones. Olivera lo busca en su computadora, lo enseña, y lo lamenta. El Observador gestionó con el departamento de comunicación de Aduanas el trámite necesario, pero no hubo respuesta. Tampoco respondió a los llamados el director nacional, Enrique Canon.


«Es absurdo, en un país civilizado no puede haber un lugar que además se denomina bagashopping», Víctor Lissidini


Otra placa en la sede local de la Aduana expone la «visión 2030»: «Habremos sido protagonistas del proceso de transformar la actual cultura de control en una cultura de cumplimiento, tanto en los ciudadanos como en los actores de comercio exterior».

Más abajo concluye: «Diremos con orgullo que somos Aduaneros –con mayúscula–. Servidores públicos profesionales y efectivos. Íntegros e intransigentes con la corrupción. Comprometidos, con la razón y el corazón, en el cumplimiento de nuestra Misión».

A Esther le dan orgullo los juguetes de goma dura que vende ya que los niños pueden tirarlos al suelo sin que se rompan. Cuenta que los trae desde Paraguay, y que son de una «calidad» tal que algunas jugueterías del centro se lo compran a ella. Que parte de su mercadería es ilegal, es algo que filosóficamente no comparte. «Yo no robé. Pasé por la Aduana y me lo dejaron pasar. No quiebro ninguna ley», dice.

Lissidini reflexiona: «La represión es necesaria cuando la educación no entra, y la solidaridad social tampoco. Porque el bagayero no paga impuestos al Estado, no es solidario con los demás. Esto no es un tema de voluntad política, sino de cumplimiento de la ley».



Un incendio que puso el foco en irregularidades

Un incendio que ocasionó la falla de un circuito eléctrico, afectó a casi la mitad de los 150 puestos del paseo de compras. Bomberos tardó varias horas en contener las llamas, y varios oportunistas aprovecharon para robar, lo que desencadenó una situación de caos: muchos comerciantes que colaboraban combatiendo el incendio, se enfrentaron a los delincuentes. Tras el suceso, la Intendencia de Salto anunció que, entre sus preocupaciones, está la infraestructura vial que rodea la plaza y el hecho de que algunos puestos, así como vendedores de comida, superan el límite del predio y se aproximen en forma peligrosa a la calle. Próximamente, dijo el secretario Fabián Boccia, un centro de salud se inaugurará frente al bagashopping, y la Intendencia invertirá en algunos arreglos, como mallas de contención.





Fuente: El Observador.


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