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Las rapiñas se dispararon, los narcos tomaron los barrios, la Policía se confiesa sorprendida y, tras un mes de marzo con cuatro muertes violentas, Salto se pregunta en qué momento perdió la paz. Aún sin explicaciones certeras, intentan frenar un fenómeno desconocido.

 

Salto se siente hervir. Se siente mutar, como víctima de un destino inexorable, de una sociedad tranquila y controlada a una violentada e indefensa. Sus habitantes se desesperan ante los titulares que cada semana la ponen en agenda por noticias de las que no quieren ser protagonistas. Se preguntan cuándo pasaron a integrar esta trama. Ya no se reconocen habitantes de su tierra.

Si tuviéramos que ponerle un comienzo a esta historia sería en octubre o noviembre, cuando los comerciantes del Centro de la ciudad empezaron a percibir «un malón de delincuentes» tomando sus negocios, en palabras del presidente del Centro Comercial e Industrial de Salto, Nicolás SantAnna. O podría ser antes, cuando el jefe de Policía de Salto, Oldemar Avero, un hombre nacido en Pando y con experiencia en varios departamentos, confesó a unos pocos que estaba advertido de que Salto sería un destino «complicado», pero no pensaba que tanto.

«Nos juntamos para saber qué estaba pasando. Hicimos cálculos y promediamos que había un robo por día. Imaginate que de repente tenés una plaga de langostas: queríamos saber por qué. Escuchábamos a tres policías y los tres nos decían cosas diferentes», relata SantAnna.

En una reunión con los diputados departamentales, las autoridades municipales y el jefe de Policía, cerca de fin de año, pusieron el tema sobre la mesa. Dice SantAnna que «la propia fuerza policial estaba impactada e impresionada con la delincuencia y tratando de entender lo que estaba pasando». Se habló de la extensión del narcotráfico como una de las principales explicaciones. En ese momento estimaban que había unas 80 bocas de pasta base en la ciudad. Hoy, según SantAnna, la Policía les dice que hay 130 detectadas y que seguramente haya más.

La puesta en marcha del nuevo Código del Proceso Penal trajo consigo la sensación de que todo estaba empeorando. Los comerciantes movilizados supieron que como consecuencia del nuevo código, estaban liberando a decenas de personas que cumplían prisión preventiva y que ahora quedarían sujetas a que el juez de su causa dictara una condena que los devolvería a la cárcel, o no. Temieron un recrudecimiento de la violencia, pero hoy reconocen que no ocurrió. El verano transcurrió en relativa tranquilidad.

De hecho, aquella reunión con autoridades trajo sus frutos: se incorporaron efectivos policiales (calculan que a fin de año sumarán unos 50, entre pasantes y vacantes completadas) que empezaron a verse patrullando el Centro. Pero Avero les había anunciado que al aumentar la cobertura allí, el delito se correría a los barrios, cosa que efectivamente se dio.

Marzo sangriento.
Las malas noticias comenzaron en marzo. El primer hecho de sangre fue el asesinato, tristemente simbólico por haber sucedido el 8 de ese mes, de Olga Costa y el policía Fernando Farinha, que la custodiaba en su casa del barrio Umpierre. Olga había denunciado a su homicida, Cleomedes Medina, en horas de la tarde. El riesgo de vida inminente ameritó la custodia de dos policías, pero el arma de fuego de Medina pudo más que todo y esa misma noche la mató.

A la semana siguiente, el 15 de marzo, Mari Márquez fue atacada por su marido con un sacaclavos en la puerta de su casa, en el barrio Artigas. Ella lo había querido dejar, pero él no lo toleró. No hubo denuncia. A Mari le salvaron la vida en el Hospital de Tacuarembó, por eso hoy puede reflexionar sobre los indicios de violencia que no tomó en serio. El milagro de la medicina dejó afuera su nombre del listado de una epidemia que ya se llevó a 10 mujeres uruguayas en 2018, y que entonces habrían integrado dos salteñas.


Pero la violencia se expresó también de los hogares hacia afuera, abonando la idea de una sociedad insegura. El 16 de marzo asaltaron el supermercado El Trébol, en el barrio Salto Nuevo. Unos días después, se sintieron tres tiros en una provisión del barrio Ceibal, hecho que quedó rodeado de incertidumbre.

Por eso Maximiliano, hermano de Andrés Duarte por parte de madre, hoy dice que «ya sabía» que les iba a pasar. «Si en todos lados están robando, ¿por qué no nos va a tocar a nosotros?», ironiza hoy detrás del mostrador de la ferretería Ceibal, que dirige su madre. Además, ya habían tenido dos situaciones violentas. Hace un año habían entrado de noche y se habían llevado, entre otras cosas, la caja registradora. La semana anterior, Andrés —que dormía en una pieza dentro de la ferretería— había sentido ruidos en la madrugada y había salido corriendo a dos hombres que estaban queriendo entrar por la puerta del costado.

Lo premonitorio no inhibió lo trágico, y el 28 de marzo Andrés Duarte murió de dos disparos tras forcejear con un hombre que, todavía con luz solar, se estaba llevando la recaudación del día. Había apuntado a su madre y gatillado el arma como avisando que estaba dispuesto a hacerlo. «Mi hermano era muy calentón, no iba a dejar que se fuera así», dice Maximiliano. Y entonces entra a la ferretería el padre de Andrés, que no vive en la ciudad y solo quiere aportar algo: «Lo de Salto es como en todos lados, pero acá es muy de golpe y los agarró desprevenidos».

Tres días después de la muerte de Andrés, el último día del mes, Salto amaneció con la noticia de una cuarta muerte violenta. Un hombre cuya identidad no trascendió apareció sin vida por varias puñaladas en el barrio Malvasio, a unas cuadras de la casa donde Cleomedes Medina había protagonizado la primera tragedia de un mes que, con certeza, sobrevivirá en la mente de los salteños por años.

Se montevideanizó.
Abril no tuvo un arranque benevolente, que digamos: el 2 hubo un enfrentamiento a tiros entre narcos en el barrio Quiroga; el 9 le pegaron a una mujer hasta dejarla inconsciente por $ 3.000 en el barrio Ceibal; el 10, tres hombres con cascos de moto asaltaron el Súper Oeste, del barrio Jardines de Don Bosco.

Pero fue lo cruento del mes de marzo, en un departamento que contó solo dos homicidios en todo 2017 y nueve en 2016, lo que despertó la reacción de entre 2.500 y 3.000 personas que el día 29 salieron a la calle a manifestarse. El convocante fue Gustavo San Andrea, un hombre que vive cerca del Centro, que nunca sufrió siquiera un hurto pero sintió «impotencia» cuando supo de la muerte de Andrés. Su idea fue ganando adhesiones en Facebook. Hubo quienes lo llamaron «carroñero», pero él aclara que no integra ningún partido político. «Lo que quiero es el bienestar de la gente», asegura.

«Pedimos paz, tranquilidad, seguridad, hacer un mandado sin tener que mirar a los costados. Se ha creado una obsesión en la gente. Vas a un comercio y estás mirando a ver si te roban la moto. Vas a un asado y lo mismo. Caminás por la calle y vas agarrando fuerte la cartera», dice San Andrea.

La adhesión a la primera marcha dio lugar a la creación de un grupo y la invitación a una segunda manifestación que se dio el viernes 6 de abril. Fue menos gente porque llovía; se cantó el himno nacional y el local, se leyó una proclama y permanecieron sentados en la calle durante un rato.  Ahora no descartan una tercera marcha, pero más bien lo que están analizando es reunirse con autoridades y dirigentes locales, y «salir a los barrios», según adelantó San Andrea.

En los barrios como el Ceibal, el Umpierre o el Malvasio, donde la muerte golpeó y las rapiñas continúan, expresan algo parecido a lo que dice el vecino devenido en líder local: que los almaceneros están dejando sus negocios cansados de que los roben, que los que perseveran se han resuelto a cerrar más temprano por miedo, que los que han vivido en la capital aseguran que Salto se «montevideanizó» y que el proceso lleva no más de un año.

Las cifras del Ministerio del Interior reflejan un aumento de los delitos entre 2016 y 2017 en Salto. En el caso de los hurtos fue leve: de 5.258 a 5.524. En el de las rapiñas, drástico: de 92 a 163. Esto es solo lo que fue denunciado.

De lo que está ocurriendo ahora no hay información oficial porque si bien Avero estaba interesado en participar de esta nota, el director nacional de Policía, Mario Layera, prefirió que no. Layera explicó que como el ministro será interpelado el miércoles, no habrá declaraciones de ningún jerarca hasta entonces.

El Centro Comercial e Industrial de Salto, actor clave en la dinámica de la ciudad, le ha dado «apoyo total» a Avero, a quien consideran «un profesional». Eso no quita que se sigan moviendo para obtener resultados. Dice SantAnna que desde la capital les han llegado dos datos: que actualmente Salto es la segunda ciudad con más delitos luego de Montevideo, y que Don Atilio, un barrio periférico de Salto, es considerado «el más peligroso» de todo el país. Pero se queja de que no hay una actitud acorde. «Nos dicen que lo que pasa es que estamos lejos», afirma, y asume que no les quedará otra que seguir haciendo lobby.

El consuelo es que tiene un aliado del mismo color político del gobierno: Andrés Lima. El secretario general de la intendencia, Fabián Bochia, afirmó: «En los barrios le piden más seguridad al intendente. Se pide más presencia de la Republicana y mayor permanencia. Nosotros somos de la idea de pedirlo y apoyarlo. Y si precisan instalar una base acá, los vamos a apoyar».

Está heavy.
Aunque lo relativo a violencia de género corre por otro carril, los salteños tienen la sensación de que también en eso están peor que antes. No lo reflejan las denuncias policiales, que en 2015 se dispararon pero en 2016 y 2017 bajaron, ubicándose en el promedio nacional. Tampoco se ve en femicidios consumados: en 2017 no hubo ninguno. Pero sí se siente en quienes tienen contacto con las mujeres que piden ayuda.

«Salto está heavy», se sincera Nelly Rodríguez, encargada de este tema en la Intendencia de Salto. Su división cuenta con un equipo psicosocial que recibe consultas. En 2017 fueron 73.

Rodríguez dice que a pesar del «machismo imperante» en su ciudad, «las mujeres se están animando» y «entendiendo que no tienen que soportar como hicieron sus abuelas». Además, la intendencia tiene una casa para alojar a cuatro mujeres con hijos cuando corra riesgo su vida, y planea abrir otra.

En el Mides local, donde también hay un servicio de atención, la sensación es de desborde. Mariella Mazzotti, directora de Inmujeres a nivel nacional, lo confirma: Salto está en «la media superior» en cuanto a cantidad de consultas de víctimas de violencia, que en 2017 fueron 636 (correspondientes a 198 mujeres). Solo en enero y febrero de 2018 se recibieron 106 consultas de 24 mujeres.

Ni Mari ni Olga llegaron a alguna de estas instancias de auxilio. Mazzotti sabe que ambas son la punta del iceberg y que lo que subyace es la violencia de género: mucho más extendida que los femicidios, tal vez más arraigada en el interior, más difícil de trabajar en la periferia y en las pequeñas localidades, y mucho más desafiante cuando se combina con pobreza. «Creo que si no hay una alianza entre los servicios públicos y la sociedad, hay cosas que no vamos a poder resolver», concluye.

Víctima que no era tal hizo cerrar un refugio
En los últimos meses circuló la noticia de que la única casa para alojar víctimas de violencia doméstica (mujeres y niños) había cerrado por diferencias políticas entre la actual administración y la anterior. Nelly Rodríguez, directora de Género de la Intendencia de Salto, explicó lo que sucedió: el año pasado se le dio refugio a una mujer que dijo ser víctima. La estadía debía ser por un mes, pero la mujer no se quiso ir y terminó viviendo un año allí. La intendencia judicializó el tema y al final, resultó que no había sufrido agresiones. La situación fue de tal tensión que allí no se pudo alojar a nadie más. Además, trascendió su ubicación, algo que conspira con los objetivos de estas casas. Ahora se dispone de cuatro camas con cunas en un local en comodato con la Iglesia Católica. Rodríguez aseguró que se está intentando abrir una más grande en conjunto con otras instituciones locales.

 

Fuente: El País.


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