El 13,5% de las 39.318 muertes del último año no pudo clasificarse. Es un porcentaje que viene en aumento y que, según los expertos, “es inadmisible”
Los muertos no hablan, pero los números sí: 29 niños, 112 jóvenes, 675 adultos y 4.479 adultos mayores fallecieron el año pasado en Uruguay y su causa de muerte es un misterio. Sus cuerpos fueron enterrados, cremados o a lo mejor arrojados al mar como expresión de su último deseo, pero los motivos de su deceso conforman un agujero negro en la estadística oficial.
Uruguay, a diferencia de Ucrania, no está en una guerra donde los muertos se acumulan en fosas comunes sin que los familiares puedan identificar a sus caídos. Tampoco tiene huracanes, como en Puerto Rico, donde la caída de casas y de la red eléctrica por meses dejó a cientos sin respirar. Carece de la soledad de Suecia donde muchos veteranos fallecen en sus hogares alejados sin que los vecinos se enteren. Ni cuenta con las estadísticas deficitarias de Venezuela que lleva años de atrasos en los reportes de defunciones.
Pero en este Uruguay hiperdigitalizado, en que “nos conocemos todos”, en que el acceso a la salud se supone universal y en que las estadísticas escapan a los botines políticos, el 13,5% de los muertos del último año —léase 5.295 entre el total de 39.318 fallecidos por cualquier motivo— no han podido clasificarse en una causa de muerte concreta. Así lo confirman los datos preliminares de Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud a los que tuvo acceso El Observador y que, si se analizan con el correr de los años, muestran un agujero negro cada vez más grande.
“Es inadmisible que Uruguay tenga estas cifras de muertes inclasificables, y es incomprensible que los periodistas se preocupen más por estos temas que los ministros de Salud o que los propios médicos”. Giselle Tomasso, directora de la Unidad de Investigación Clínica y Epidemiológica Montevideo, no oculta su fastidio, “que excede gobiernos de turno”, y se pregunta: “¿Cómo se puede planificar la salud de la población y los tratamientos si no sabés de qué se está muriendo la gente”.
Si las muertes inclasificables fueran una única causa de muerte, serían el tercer motivo de fallecimiento de los uruguayos. Solo las superan las enfermedades cardíacas (23% del total de defunciones) y los cánceres (20%).
Tomasso dirigió durante siete años la unidad de Estadísticas Vitales del MSP. Durante su gestión fue la génesis de los certificados de defunción electrónicos. Ocurre que antes, apenas una década atrás, los médicos completaban en papel el documento en que se certificaba una muerte y que es requisito para inhumar o cremar el cuerpo. “Las estadísticas tenían un retraso a veces superior a un año, más un cúmulo de errores que no condecían con aquel imaginario de que Uruguay es el país prolijo de la región y que cuenta con los mejores registros”.
Los certificados electrónicos mejoraron —un poco— la estadística, pero la cifra de muertes inclasificables sigue siendo comparativamente alta en la región y, sobre todo, viene al alza desde la pandemia del covid-19.
¿Por qué? El catedrático de Medicina Legal, Hugo Rodríguez, admite que las respuestas solo valen a modo de hipótesis. En ese sentido, cuenta que existe “una cantidad de muertes que, por no ocurrir en el sistema asistencial y sí en un domicilio, terminan judicializándose”. Pasan a la revisión de un forense sin que haya signos de violencia ni la sospecha fundada de un delito, los dos únicos motivos que prevé la ley para que se judicialice un cadáver.
Dicho de otro modo: “el médico que debería certificar la muerte no lo hace —por temor a que luego le reclamen algo, por desidia o por patrón cultural—, se da pase a un fiscal que lo único que busca es una presunta causa criminal y los forenses terminan recibiendo en la morgue cuerpos que nada tienen que ver con el delito”.
Rodríguez lo sabe muy bien. Durante 15 años fue forense en la morgue y “casi la mitad de los casos que atendía eran muertos que habían fallecido por causa natural (no violenta) y que los médicos no habían completado el certificado como corresponde”. El colmo, recuerda, fue cuando un oncólogo le envió a la morgue el cuerpo de un paciente que superaba los 80 años y padecía un cáncer terminal. Tenía la mariposa puesta y todo. El cuerpo iba acompañado de una receta, firmada por ese oncólogo, que decía la causa de muerte y “Pase a forense”.
El único que puede dar pase a forense es el fiscal (en el código viejo era el juez). No existe la interconsulta médica a un forense. De hecho, cuando los forenses reciben un cuerpo sin signos de violencia —sin un balazo, otra lesión o algo sospechoso— generalmente no le hacen autopsia. Revisan externamente ese cadáver y llenan un certificado diciendo: “Muerte natural por causa indeterminada”. Es simplemente un «reconocimiento».
Una forense en ejercicio, quien prefirió el anonimato, explicó a El Observador que “se está sobrecargando el sistema judicial con casos que no son judiciales, cuando la tarea de comprender la causa de muerte debería ser resorte del Ministerio de Salud”. Según esta médica, “los colegas médicos tienen a veces demasiados prejuicios y piensan que un error en el certificado de defunción equivale a un delito: no es así, nadie conoce mejor a su paciente que el médico tratante o quien asistió en el lugar, puede ver qué medicamento toma, la historia clínica y, en el acierto o en el error, si se hizo de buena fe esa información tendrá mucho más valor para la estadística que el vacío de datos por miedo o desidia”.
Rodríguez no cree que sea desidia. “Los médicos fuimos formados para la atención, para la cura, y en nuestra idiosincrasia no está arraiga la relevancia de los datos administrativos, así como tampoco está comprendida la importancia de la muerte. Es una negación ante la muerte. Prefiero no firmarlo porque no sé bien”.
Los reconocimientos judiciales, sin embargo, no explican la totalidad de muertos sin una causa conocida. En especial no lo explica entre los mayores de 90 años en que la quinta parte de los fallecimientos recae en esa bolsa de “signos, síntomas y hallazgos no clasificados en otra parte”.
Autopsias clínicas
Desde hace más de 2.000 años —incluso antes de la archiestudiada muerte de Jesús que se recuerda esta semana— la medicina ya acudía a la autopsia. Y si bien esta palabra de origen griego se centró en su origen en “ver con los ojos”, en realidad la ciencia siempre estuvo preocupada por comprender las causas fundamentales, las alteraciones secundarias y los efectos de tratamientos que desencadenan una muerte natural (no violenta).
De hecho, el porcentaje de autopsias clínicas que realizan los hospitales es un indicador de la calidad asistencial. En Estados Unidos no se permitía la acreditación de un sanatorio si al menos el 20% de las muertes de la institución eran analizadas post-mortem. Y la Organización Mundial de la Salud refiere a que “entre el 20% y 40%” de los decesos deberían estudiarse con la historia clínica, los procedimientos, análisis de laboratorios y revisión de órganos fundamentales.
Pero en Uruguay “las autopsias clínicas son marginales, se cuentan con los dedos de la mano”, lamenta Álvaro Villar, director del Hospital de Clínicas. Por eso el próximo mes la cátedra de Medicina Legal se mudará a este hospital universitario, “para lo que se está reacondicionando la sala de autopsias”, y se dará inicio a un proyecto que busca “mejorar las estadísticas de mortalidad para hacer mejores políticas sanitarias, para corregir procedimientos, para encaminar los tipos de cirugías y para revertir los errores de motivos de muerte que se anotan en una primera instancia”.
Esas autopsias se harán siempre y cuando medie la firma de un médico. Pero, dice Villar, “la idea es que los familiares que tienen dudas fundamentadas, y que cuenten con el aval médico porque existe justificación, puedan acceder a esta prestación que termina siendo un derecho a saber de qué se murió una persona”.
El catedrático Rodríguez aclara que “hay algunas muertes que, incluso si le hiciéramos una autopsia completa hecha por el mejor de los forenses, la causa de muerte sigue sin saberse”. Como ejemplo cita una muerte de causa cardíaca por una arritmia sin lesión estructural. “Es imposible saberse en un fallecido, por más que las autopsias moleculares nos pudiesen dar algunas pisas”. Pero, insiste, “estas pocas muertes indescifrables son una mínima parte y no los altos porcentajes que registra Uruguay”.
Las muertes de neonatos y lactantes sí se estudian más. Al respecto, dice Rodríguez, es bien importante que los médicos y quienes clasifican las muertes distingan entre la causa básica de muerte y la causa final. “Un prematuro extremo de 550 gramos que muere a los cinco días de vida sin haber salido nunca del CTI. Puede que la causa final haya sido una infección generalizada. Pero no es que ese recién nacido haya muerto por una causa infecciosa y para prevenir esas muertes haya que administrar antibióticos, sino que hay que prevenir la prematurez que es la verdadera causa básica».
La duda ante la duda
Cuentan que tres siglos antes de Cristo, el rey Hierón III dudaba que su corona fuera de oro como le había encomendado a su orfebre de confianza. Pero, ¿cómo saberlo? El monarca le encomendó al físico Arquímedes el desafío de develar el misterio. Una tarde, mientras Arquímedes se bañaba, notó que el nivel del agua de la bañera subía acorde él se sumergía. Desplazaba la cantidad de agua equivalente al volumen de su cuerpo. Fue entonces que dijo “¡Eureka!” (lo resolví), porque bajo este mismo principio podría estimar el volumen de la corona y conocer su material.
Antes de tamaño hallazgo, los que decían que la corona era 100% de oro y aquellos que no podían tener razón. Bajo esta lógica científica, dice el forense Rodríguez, “aquello que no se conoce no se puede afirmar” y ese vacío es tierra fértil para quienes quieren imponer su verdad.
La pandemia del covid-19 hizo que Uruguay registrase en los dos últimos años más muertes que las que cabría esperarse para la tendencia histórica. De hecho, los datos preliminares de 2022 refieren a un 16% de “exceso de muertes” (como le llaman los técnicos).
Estas muertes que se dispararon y, sobre todo, aquellas entre las que se desconocen las causas de muerte acabaron alimentando “la verdad” de quienes se oponían a la vacunación contra la novel enfermedad que causa el coronavirus. El razonamiento —aunque engañoso— es sencillo: en la pandemia aumentaron las muertes y crecieron los fallecimientos inclasificables. En la pandemia se empezó a vacunar contra el covid-19. ¿La conclusión? Las vacunas matan.
Pero tanto Rodríguez como sus pares médicos explican que es silogismo carece de fundamento científico, sobre todo cuando se miran los datos de aquellos países en donde sí se cuentan con mejores estadísticas.
La Oficina Nacional de Estadísticas de Reino Unido publicó el mes pasado la actualización de las muertes sin importar su causa y las cruzó con el estado vacunal de la población. La gráfica que se ve a continuación muestra que, en relación al tamaño poblacional, murieron menos vacunados que no vacunados. O, dicho más sencillo, las vacunas salvan vidas.
Con el correr de los meses, la distancia entre vacunados y no vacunados va acortándose. ¿Por qué? “El impacto ha cambiado con el tiempo gracias al sesgo de los supervivientes, un aumento de las tasas de vacunación y la inmunidad inducida por la infección”, explicó la científica Kristen Panthagani, autora del best-seller You Can Know Things (Puedes saber cosas).
Pese a la evidencia internacional, tanto Tomasso como Rodríguez insisten en que sería deseable que Uruguay mejorase el registro de muertes, el estudio de sus causas y el porcentaje de autopsias clínicas. Solo así podría gritarse ¡Eureka!
El Observador